En un breve resumen sobre la historia de la lingüística, Saussure explica que la ciencia que se ha constituido en torno de los hechos de lengua ha pasado por varias fases sucesivas antes de reconocer cuál es su verdadero y único objeto, en este caso, todas las manifestaciones del lenguaje humano. Tras organizarse la gramática y la filología a lo largo de la historia, se descubrió que se podían comparar las lenguas entre sí con el fin de explicar las formas de una lengua a partir de las formas de otra lengua. Este fue el origen de la filología comparativa o “gramática comparada” iniciada por Franz Bopp en 1816 que, aunque llegó a abrir un campo nuevo y fecundo, no llegó a construir la verdadera ciencia lingüística ya que no se preocupó por determinar la naturaleza de su objeto de estudio, y en consecuencia, se procuró un método exclusivamente comparativo olvidando aspectos históricos (6).
Este carácter irreductiblemente histórico de las lenguas reclamado por Saussure está ya presente en pensadores como Bacon, Locke, Hobbes, Leibniz y Vico. Por ejemplo, en los “Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano” de Leibniz en 1704, con ejemplos precisos, se demuestra que las lenguas difieren no sólo desde un punto de vista fónico, sino también sintáctico y semántico: las lenguas no reflejan únicamente la historia de los pueblos sino que pueden condicionar también su mentalidad y costumbres. Este filósofo, movido por el espíritu intelectual del Renacimiento, soñaba con una lengua universal que permitiera la comunicación perfecta. El fundamento lógico de esta lengua, siguiendo a Descartes, recaería en el análisis de cada concepto mediante una reducción a elementos simples. Sin embargo, de manera distinta a Descartes, Leibniz era consciente de que la búsqueda de la characteristica universalis no podía elaborarse más que a partir de investigaciones históricas (7).
Además de la necesidad de recuperar este aspecto histórico-cultural en la teoría de la lengua, otros autores exponen que, a lo largo de la historia, se ha privilegiado el estudio académico de la fonología y de la morfología en detrimento de la sintaxis y, sobretodo, de la semántica (8). Los motivos pueden responder a la imperfección inherente a la experiencia semántica y el miedo al sentido. Esta imperfección, precisamente, es la que impide que la experiencia semántica se acomode, o bien a un posible ideal de comunicación perfecta (siguiendo el optimismo de los filósofos clásicos como Platón y Aristóteles o el mismo Descartes), o bien a un escepticismo radical solipsista. Aunque este solipsismo fue aceptado inicialmente por Wittgenstein y por el mismo Saussure, posteriormente fue superado al concebir la praxis social del lenguaje como una de sus características inherentes (“la lengua la hablan los sujetos, son ellos quienes fundan la identidad de los signos”) y la función de reconocimiento subjetivo que cumple la “palabra”. Mediante este giro se abandona la idea de una comunicación en términos absolutos y pasa a ser comprendida más como una probabilidad, con la consecuente frustración que esto pueda suponer en los que sueñan todavía con un ideal de comunicación perfecta (7).
Acto del traductor y praxis psicoanalítica: un diálogo posible
Coincidiendo con el día del traductor (el día de San Jerónimo, quien tradujo la Biblia conocida como la Vulgata del griego y el hebreo al latín), la asociación APTIC (Asociación Profesional de Traductores e Intérpretes de Cataluña) organizó una jornada para reivindicar que traducir es humano. Con esta finalidad se ideó un juego lúdico de traducción sobre traducción similar al juego del teléfono “escacharrado” o “descompuesto” de nuestra infancia, uno de los efectos del cual es, precisamente, generar en los niños la sorpresa de la imposibilidad del ideal de comunicación perfecta. Mediante este artificio, los socios de APTIC trataban de reivindicar la suplantación del acto humano de traducir por la traducción automática por ordenador, a pesar de señalar la comodidad que supone, ya que el trabajo del traductor, según refieren, “es duro, invisible y desagradecido” (4). ¿Es posible dar salida a estos malestares ligados al acto del traductor?
Es conocida la posición entre dos aguas en la que se halla la profesión del traductor, entre la lectura y la escritura. Por una parte, debe satisfacer las demandas del escritor, pero a la vez, debe satisfacer las demandas del lector. ¿Queda entonces un lugar para el traductor? En esta diatriba hay ligados a menudo algunos malestares, como en otras profesiones, que por otra parte son informados por los propios traductores en revistas especializadas. Algunos de estos malestares pueden ser la frustración, el miedo o la sensación de soledad en el trabajo del día a día.
Cuando el traductor habla de frustración en su oficio se refiere a la sensación de que su trabajo desaparece al finalizar la traducción. Situado en el discurso del amo, el traductor se puede sentir engullido por el autor. Puede sentir que renuncia al deseo de traducir según su propia singularidad, y por lo tanto, puede vivirse como una merma de su creatividad.
“En cierta ocasión un traductor afirmó en público que, en general, casi todos los traductores literarios son escritores frustrados. Sin duda quien esto decía —traductor literario por más señas— conocía bien esa amargura de crear por delegación, esa reducción o merma de la propia creatividad que parece imponer la traducción cuando se entiende como válvula —y no como prolongación— del estro creativo, y a la que tal vez se refería el poeta místico alemán Matthias Claudius con aquella frase que en español se ha traducido por «quien traduce, reduce» y que he visto traducida también como «quien traduce se subsume», «queda engullido», o, poniéndonos en lo peor, «desaparece».” (1)
El miedo al sentido puede ser también una de las causas de renuncia a una traducción según el propio deseo. Miedo a imponer una interpretación propia del texto o miedo a traducir sin equívocos. Si el traductor se sitúa en la posición del ideal de comunicación perfecta y el fantasma de univocidad entre términos, es fácil pensar que el enigma de la comunicación pueda generar miedo, ya que el traductor se enfrenta a la imposibilidad de traducir sin equívocos.
“El traductor es hombre miedoso por naturaleza. Consciente de practicar un arte menor, carga sobre sus hombros con una derrota ancestral. Difícilmente podría ser de otro modo en un quehacer vigilado por escritores y profesores, dos figuras antagónicas celosas de la integridad de su obra la una y de la verdad de su saber la otra. El traductor se encuentra así cogido en un fuego cruzado fruto de un divorcio entre la práctica de la lectura y la de la escritura. En nuestra mitología cultural el profesor tiene la patente de la lectura reveladora del sentido profundo de las obras y el autor la del manejo de la lengua al servicio de la invención. El desasosiego que al traductor le genera su ubicación entre ambos polos lo refleja, en la práctica, un exceso de prudencia que se plasma en dos reglas: evitar interpretar para no imponer la propia lectura y privilegiar ante todo la corrección lingüística del texto de llegada.” (2)
Por otra parte, el fantasma de lo intraducible, esto es el miedo a enfrentarse a aquellas palabras clave que marcan o condensan todo un estilo, una forma concreta de goce del autor, podría condenar al traductor a un pesimismo solipsista. Es entonces cuando el traductor se sabe solo ante el texto. De hecho se organizan congresos, colaboraciones autor-traductor, preguntas y respuestas en la red, para tratar de resolver este malestar. Superar este solipsismo es difícil, y en las circunstancias actuales, donde impera un discurso que aliena al sujeto, aún más.
Incluso cuando pertenece a un equipo, el traductor necesita un lugar donde refugiarse. La prueba está en que en los organismos internacionales, donde se trabaja en cadena, cada traductor tiene su espacio privado, aunque sea muy reducido. Pero quien se lleva la palma en esto de la soledad es el traductor literario. Enfrentado a su autor y a su propia lengua, es deudor de ambos y mientras dura su trabajo sufre una especie de rapto, en todos los sentidos de la palabra. El teléfono, los libros y el ordenador son sus mejores aliados. Apenas sale a la calle si no es para comprar los periódicos y se mantiene en un nivel de desconexión con la vida real rayano en el autismo. Por mucho que se reúnan los traductores en la larga docena de congresos que se celebran sólo en España a lo largo del año, y por muy solidaria que se haya convertido en este sentido la profesión, el traductor sigue siendo un cazador solitario. (3)
El acto de traducir se puede entender de manera estricta como una transferencia de un mensaje verbal de una lengua a otra, pero también, en sentido amplio, “comprender es traducir” según George Steiner. Ricoeur afirma que existe un deseo de traducir que va más allá de la imposición y la utilidad. Este deseo es entendido como una ampliación del horizonte de la propia lengua (5). Si traducir es servir a dos amos: al extranjero en su obra, al lector en su ambición de apropiación, ¿no es este deseo una posible salida a este dilema de fidelidad/traición?
El traductor debe realizar un “trabajo de duelo” del ideal de traducción perfecta, de comunicación perfecta. Además, en su diálogo con ese otro extranjero, debe dar cuenta del fenómeno del malentendido, de la incomprensión, que según Schleiermacher suscita la interpretación. Esto es, una traducción que no excluya a la subjetividad. ¿No es la subjetividad una posible salida al fantasma de lo intraducible? Es aquí donde se articulan ambos deseos: el del traductor y el del psicoanalista. La praxis psicoanálitica, en su diálogo con el Otro, interpreta el fenómeno del malentendido, esto es del inconsciente, y lo pone al servicio de la subjetividad, en cierto modo realiza un trabajo de traducción para dar salida al deseo propio y singular de cada uno.
Por lo tanto, una teoría del lenguaje con menos miedo al sentido, más histórica y más viva, esto es, que no excluya la subjetividad, es más probable que se aproxime a la realidad de lo que supone el misterio de la comunicación humana y por consiguiente, este marco teórico tendrá implicaciones directas en la teoría de la traducción. En este sentido, el fenómeno de la traducción, al igual que el de la comunicación, dejaría de verse reducido únicamente a un ideal de fidelidad al texto de origen o a la cultura donde tiene que llegar el texto traducido. Este ideal implica una idea de la comunicación/traducción en donde, efectivamente, se excluye el equívoco. La dicotomía de “fidelidad-traición” en el acto del traductor puede sentar las bases para una frustración profesional en este colectivo, ya que implica de forma inherente una invisibilidad en la voz propia del traductor que se ve forzado a traducir para rendir cuentas al autor o al lector. A lo largo de la historia, los aportes teóricos del psicoanálisis han intentado dar respuesta a este atolladero, tratando de dar luz a una teoría de la traducción basada en la comparación de textos y que, además, privilegie el estudio de los efectos histórico-culturales que puedan tener los equívocos en los textos de los traductores (9).
¿De qué manera puede el psicodrama psicoanalítico ser una herramienta útil para el traductor? Una herramienta que le dé verdaderamente la palabra al traductor y le pueda ayudar a (re)colocar el acto de traducir en el lugar humano que le corresponde, atravesando el miedo al sentido y aceptando el equívoco como parte inherente de la comunicación humana. Nuestra hipótesis es que cuanto más conciencia tome el traductor de la imposibilidad de comunicación perfecta, tanto menos forzado se sentirá a traducir según el ideal de fusión o desviación al texto de partida.
El psicodrama puede ser una variante estratégica rigurosa de una política estrictamente psiconalítica que permita intervenir en muchas situaciones discursivas distintas al psicoanálisis como la formación de los profesionales de aquellas profesiones que Freud llamó imposibles y que tienen como objetivo el propio sujeto humano. El psicodrama psicoanalítico permite aportar conocimientos y recursos a estos discursos y enriquecerlos al ayudarles a ser instrumentos emancipadores donde el sujeto sea tenido en cuenta, y no instrumentos de sugestión y dominación del sujeto.
Este trabajo se inscribe pues en la posibilidad privilegiada que ofrece el psicodrama psicoanalítico de orientación lacaniana para poder traducir sin renunciar a la subjetividad (lo verdaderamente humano), más acorde a una teoría lingüística que contemple aspectos histórico-culturales de las lenguas, de interrelación entre los hablantes y con menos miedo al sentido. A nuestro entender, el psicodrama psicoanalítico ofrece una serie de posibilidades técnicas por el hecho de ser en grupo, por privilegiar la palabra propia del sujeto que habla y por sus operaciones típicas (de role playing, desdoblamiento, soliloquio, etc.) que pueden dar lugar a una traducción más autónoma y creativa, es decir, con un mayor compromiso del sujeto que traduce.
Siguiendo a Lacan en “Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis”, el lenguaje define por sí mismo la subjetividad y no puede producirse sino por la interrelación con el otro (10). En este espacio de la subjetividad es donde la experiencia del psicoanálisis ha permitido formalizar la distinción de cuatro lugares estructurales según la composición del “Esquema L” propuesto por el mismo Lacan en “El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica” (11). Precisamente, la formalización de estos cuatro lugares (según el psicoanálisis esos cuatro lugares están presentes en todas las situaciones comunicativas, independientemente del número de participantes en el intercambio comunicativo), junto a la ficción del dispositivo (mediante la cual el sujeto podrá hacer la experiencia de su verdad subjetiva) y la modalidad de discurso, permiten al psicoanalista un trabajo riguroso como conductor de grupos (12).
La función imaginaria del yo y el discurso del inconsciente
En este esquema se puede observar que hay que tener presentes los lugares que ocupa el decir del sujeto que habla. Durante la práctica del psicodrama, en un primer momento, el decir del traductor tiende a ubicarse en i(a), y actúa, por lo tanto, el yo consciente cuando expone al resto del grupo su solución. Todos los otros miembros del grupo están en i(a)’. El objetivo del trabajo es que se pueda producir una apertura al inconsciente mediante las asociaciones del grupo, los cortes al eje imaginario por parte del conductor, la intervención del analista y los recursos del psicodrama. En este segundo momento, el decir del traductor ocupa entonces el lugar $ y se dirige a su partenaire ubicado en A tachado. La experiencia de establecer un diálogo en este eje particular permite atravesar el miedo a perder el sentido “consciente” en el acto traductor para llegar a saber algo más de su propio deseo. Con esta recuperación de saber se puede establecer entonces un vector de trabajo que le permitiría al traductor guiarse con algo más de luz en su acto traductor y, quizás, saber algo más del deseo del autor al escribir su obra.
Bibliografía
[1] Esta reducción a elementos simples es lo que hacen algunos programas de traducción automática. Al principio se basaban en esta premisa, pero actualmente los combinan con memorias de traducción; es decir, “refritos” de traducciones ya realizadas que el programa rescata y que el traductor humano simplemente debe revisar y validar.